domingo, 24 de octubre de 2010

La presidencia de Álvaro Obregón

Y así, regresamos a la crónica revolucionaria después de esta  digresión de varios artículos para analizar el impacto de la revolución sobre las finanzas públicas, la economía y la sociedad durante esa década de 1910 a 1920.

Antes, en esta serie habíamos cubierto el lanzamiento de la campaña presidencial de Álvaro Obregón, el 1 de junio de 1919 desde aquí, Nogales, seguido del asedio de Venustiano Carranza al gobierno de Sonora, encabezado por Adolfo de la Huerta. Este provocó, a su vez, el Plan de Agua Prieta y la muerte de Carranza, todo en la primera mitad de 1920.

Seguiría el interinato en la Presidencia del mismo De la Huerta, durante el cual Obregón desarrollaría su campaña por la presidencia de México, en la que diría en un discurso en Yucatán: “Vamos a mostrarle al mundo que, o bien somos capaces de reconstruir el país que hemos semi destruido para guiarlo por nuevos caminos, o que únicamente somos capaces de destruir sin construir el país del futuro.”

Por entonces, Nogales seguía el proyecto de construcción de un nuevo México: el primer día de 1920 era promulgada la ley número 23 que elevaba a la categoría de ciudad a esta población. Y como signo del desarrollo de la nueva ciudad, también por entonces la calle Vázquez fue abierta hacia el Oeste, al igual que la calle de la Cañada de Los Locos hacia el Este, que para enero de 1921 había sido rebautizada como Buenos Aires. Además, se extendió la tubería de agua potable a lo largo de la cañada de los Héroes hasta el panteón y se consiguió un préstamo de $2,000 dólares para conectar el drenaje al de la población vecina.

Pero regresando al nivel nacional, la elección de Obregón como presidente de la república implicó un rediseño de su función revolucionaria: si hasta entonces había sido invicto guerrero, ahora se dedicaría a la consolidación ideológica revolucionaria y la reconstrucción nacional. Sólo faltaba por ver cómo los realizaría.

(Arriba aparece Alvaro Obregón en el centro inferior de la imagen. A la izquierda, Plutarco Elías Calles, y en la esquina superior izquierda Luis N. Morones)

En uno de los principales renglones, la educación, Obregón supo delegar en una persona de ideas, en José Vasconcelos, la conducción cultural de la nación. Sí. Sabía que él, aunque agudo y con una memoria fotográfica,  no había dedicado su vida a entender la cultura e historia de nuestra nación, es decir, era pragmático, no ideólogo. Por eso le encargó esa tarea a un filósofo como Vasconcelos. Y aunque a veces dudó de las acciones vasconcelistas, a fin de cuentas lo dejó hacer con el resultado de que la herencia que dejó ese periodo en las misiones culturales, en el muralismo, en la música, en la educación y en las ideas mexicanas aún no ha sido rebasada.

En las relaciones laborales, su gobierno reconoció las huelgas, siempre que fueran promovidas por la CROM, dirigida por Luis N. Morones; en el reparto de la tierra, otra de las banderas sociales revolucionarias, se realizó la mayor redistribución hasta entonces, casi un millón de hectáreas, aunque como nos recuerda el Dr. Ignacio Almada: “en Sonora se contó con una estabilidad que favoreció el desarrollo de la empresa privada… Militares/negociantes y empresarios locales –algunos emparentados- empezaron a hacerse de propiedades, de ranchos, en especial a fincar empresas y a aprovechar las oportunidades para asociarse con inversionistas estadounidenses, inhibiendo el desarrollo de un agrarismo radical… [Para lograrlo, se] impulsó el crecimiento económico de los valles del Yaqui y Mayo con inversiones públicas y privadas…”

Finalmente, en las relaciones internacionales, Obregón se enfrentó durante su presidencia a un cuchillo de doble filo: por un lado, hacer cumplir el artículo 27 de la Constitución, que le otorgaba a la nación los bienes del subsuelo -el petróleo en particular-, aunque por otro lado estaba la necesidad de conseguir el reconocimiento de Estados Unidos a su gobierno, reconocimiento que éste condicionaba a que México abandonara sus pretensiones nacionalistas en relación con el petróleo y le exigía el pago de la deuda externa del país. Este tema es muy complejo y requiere que le dedique todo un artículo. De cualquier manera, a través de los Tratados de Bucareli de 1923, Obregón validó las pretensiones estadounidenses y a cambio obtuvo el reconocimiento que buscaba, lo que le aseguró el apoyo estadounidense durante la rebelión Delahuertista de finales de 1923 y principios del 24.

Como dice Enrique Krauze: “En su haber podía ostentar la obra educativa, ciertos avances fiscales y hacendarios, un tono tensamente conciliatorio con la iglesia y un apoyo moderado a las demandas obreras y campesinas. Pero a su cargo los enemigos señalaban la transacción con Estados Unidos, la centralización política, el ahogo de los partidos en la Cámara y la traición a su propio manifiesto de junio de 1919”, manifiesto con que había iniciado su carrera política aquí, en Nogales.

lunes, 18 de octubre de 2010

La Minería en Sonora y la revolución

En estos artículos más recientes de la serie a propósito del Bicentenario y Centenario me he detenido temporalmente a cubrir temas  relacionados con la afectación social y económica ocasionada por el movimiento armado durante la década de 1910 a 1920. Esto, como prólogo para tocar después la siguiente etapa, el periodo de estabilización revolucionaria.

En esta ocasión escribiré sobre uno de los grandes ejes económicos del Porfirismo, la minería –el otro lo fueron los ferrocarriles- renglón de capital importancia en Sonora, y en particular tocaré los efectos que tuvo la revolución sobre la minería de nuestro Estado.

Se tiene la idea de que los ideales de la revolución perturbaron profundamente a la minería sonorense, cuya inversión era principalmente extranjera. Sin embargo, ésta es una simplificación errónea. Únicamente la pequeña minería fue afectada por el movimiento armado, así como la ubicada más meridionalmente en Sonora. 

Por otro lado, las principales inversiones mineras estadounidenses localizadas cerca de la frontera, como Cananea (mostrada en la imagen de abajo)  o Nacozari, casi siempre fueron protegidas por los revolucionarios que les cobraban impuestos por producción para financiar al constitucionalismo. Además, los dueños de estas minas vendían armamento desde Arizona a los revolucionarios, y así recobraban lo pagado anteriormente.


Al estallar la revolución, William Cornell Greene ya había perdido el control de la mina de Cananea ante Thomas B. Cole, detrás de quien estaba John D. Ryan, Presidente de la Anaconda Copper Co. asociada a su vez con el enorme complejo financiero de Amalgamated Copper Co, en cuya dirección se encontraban apellidos como Rockefeller, Stillman, etc.


Por  otro lado, detrás del mineral de Pilares de Nacozari se encontraba la familia Douglas que también tenía acciones de Cananea. Walter administraría Nacozari durante la revolución y sería Presidente de la compañía Phelps Dodge, mientras que su hermano, James, sería Presidente de la Amalgamated, fundaría el poblado de Douglas, Arizona, organizaría bancos en Bisbee y Douglas, y administraría durante la revolución tanto a Nacozari como a Cananea. De esta manera, ambas minas ofrecieron una respuesta coordinada a los avatares de la revolución. (Si quieres conocer más sobre la Historia de la Minería en el Norte de Sonora, haz click aquí).

En febrero de 1914, los revolucionarios Constitucionalistas cobraban 64 centavos en impuestos por Kilogramo de plata exportado de estas minas, y para septiembre se elevaban los derechos a $32 Dlls por kilogramo de oro y 90 centavos por la plata, mientras que el cobre no pagaba un centavo.

Estos ingresos llevaron a que los constitucionalistas protegieran las minas, y así sucedió en abril del 14, cuando Tomás Martínez hacía labor política en Cananea y fue arrestado. En respuesta, entre 1,500 y 2,500 mineros secuestraron a Ignacio L. Pesqueira, ex gobernador del estado, y lo mantuvieron en Cananea hasta que Martínez fue liberado. Tres meses más tarde se manifestaban nuevamente pidiendo aumento salarial. La minera cerró y el gobernador del Estado, José María Maytorena envió tropas para cuidar los bienes de la compañía.

Y aún después, Plutarco Elías Calles, ya como gobernador, protegería también los intereses mineros. Decretó la pena de muerte por robo ordinario en Cananea, y para demostrar que su intención era seria, ordenó la ejecución de algunos ladrones.  En sus memorias, Alfredo Breceda, brazo derecho de Carranza, le atribuye a Obregón una frase dicha al varón de Cuatro Ciénegas: “Aquí no tenemos agraristas, a Dios gracias. Todos los que andamos en este asunto lo hacemos por patriotismo y por vengar la muerte del señor Madero; tampoco les damos alas a los obreros, y si no allí está Calles en la frontera, que es el azote que tenemos para los levantiscos.”

Para 1917, la producción de Cananea y Nacozari, a pesar de la revolución, alcanzaba los 125 millones de libras anuales de cobre, y al sobrevenir la Primera Guerra Mundial el precio de este metal se fue por las nubes, haciendo que la producción cuprífera de ambas minas siguiera elevándose hasta que terminó la Guerra. Únicamente Cananea tuvo un descenso temporal en 1917 como resultado del enrarecimiento de las relaciones entre México y Estados Unidos.

No fue sino hasta que terminó la Primera Guerra Mundial cuando el precio del cobre cayó precipitosamente: para enero de 1919 se encontraba en 26 centavos de dólar por libra, y para el mes siguiente había bajado a menos de 15 centavos. Esto llevó al cierre de las minas, la fundidora y la concentradora de Cananea, y que los obreros fueran despedidos. El nuevo Presidente de México, Álvaro Obregón, entonces cambió la base financiera de su gobierno: de impuestos a la minería, a la nueva y floreciente industria del petróleo.

Haciendo un resumen de la producción minera durante esos años, la historiadora Lynda Hall agrega: “Asombrosamente, las exportaciones mexicanas a los Estados Unidos durante [la revolución] parecen haber respondido más a los ciclos comerciales de EEUU que a las condiciones revolucionarias...” 

domingo, 10 de octubre de 2010

Epidemias y Hambrunas durante la Revolución Mexicana

Ya nos asomamos en el anterior artículo de esta serie a los desajustes económicos provocados por la etapa bélica de la revolución mexicana durante la década de 1910. En este otro veremos cómo se trasladó esta crisis al nivel de vida de los mexicanos.

Conservamos una imagen reduccionista de la revolución, que es alimentada por el cine y la televisión: soldados bien vestidos y alimentados atacando reductos porfiristas en escenas que no son sino eso: mera imaginación. Este centenario merece que también entendamos la revolución como un proceso en el que las  irracionalidades y estragos provocados por ardor ideológico, ignorancia o lo que usted quiera, liberaron sobre los mexicanos a los cuatro jinetes del apocalipsis: la guerra, el hambre, la peste y la muerte durante esa década de 1910 a 1920.
Para empezar, debemos entender que los efectos económicos de la revolución no tuvieron la misma intensidad en todo el país, y tampoco fueron simultáneos. Nuestra región fronteriza de Sonora, por ejemplo, sufrió especialmente de 1916 a 1919 debido a su dependencia económica de los Estados Unidos.

Ya vimos anteriormente la consecuencia del ataque villista a Columbus: la expedición punitiva en persecución de Villa, que provocó que diariamente corrieran rumores de una invasión a Sonora. Así fue cómo nuestro Estado realizó durante junio de 1916 un inventario de los alimentos que había en la entidad para el caso de una guerra, y todo Nogales, Sonora, tuvo que ser evacuado para evitar más problemas en caso de que explotara la guerra internacional. La Cámara de Comercio de Guaymas intentó entonces importar por barco $85,000 en alimentos de Sinaloa, aunque la devaluación de los “pesos infalsificables” dio al traste con esa intentona filantrópica.

Por otro lado, el orgullo del Porfirismo, los ferrocarriles, estaba en ruinas. Los rieles eran robados para ser vendidos como metal y los viajeros se aventuraban a lo desconocido: posibles ataques de bandidos o de Yaquis a los trenes, descarrilamientos por el estado de las vías u otros incidentes. Pero el mayor perjuicio de la situación ferroviaria fue sobre el abastecimiento de alimentos.

A ello le debemos agregar el tema de mi anterior artículo, la inflación que había convertido al peso mexicano en una moneda sin valor. Eso desencadenó la especulación y que los “coyotes,” como se les llamaba a los especuladores, fueran regularmente culpados de la situación y enviados a las Islas Marías; y mientras que los pobres del campo podían sembrar o explotar sus tierras para mejorar un poco su situación, los sectores más pobres de las ciudades fueron quienes sufrieron más, ya que no contaban con ningún colchón de alivio.

Posiblemente no sólo en Sonora sino en el resto del país a los mineros que trabajaban en empresas extranjeras les fue mejor. Las compañías de Cananea, Nacozari o El Tigre, que eran protegidas por los Constitucionalistas para cobrarles impuestos sobre su producción, a su vez no deseaban perder a los mineros y compraban alimentos para vendérselos a sus trabajadores a menor precio.

Pero éstos eran meramente alivios parciales, ya que la producción de granos del país decayó como consecuencia de la guerra, lo que ocasionó la hambruna. No son muy confiables las estadísticas nacionales para esa época, ya que probablemente pequen de optimistas, pero según éstas, para 1918, la cosecha nacional de maíz se calculaba entre la cuarta y tercera parte de lo que había sido antes de la guerra, y la del frijol había caído en un tercio, mientras que en ciudades como la capital del país, entre 1914 y 1915 los alimentos elevaron su precio en quince veces.

Por eso, mientras que para el 17 y 18 las tortillas eran un lujo para los oficiales de los ejércitos, los soldados tenían a veces que alimentarse de sus propias monturas; mientras, en Sonora los lugareños se preparaban sopas de nopales, de tallos de mezcal, o la “sopa de los pobres” en temporada: un puño de chiltepín mezclado con agua, al mismo tiempo que en regiones aún más pobres se alcanzaban a ver hambrientos revolviendo buñigas en búsqueda de comida.

Y la hambruna e insalubridad llevaron a su vez a las epidemias como el tifo, enfermedades gastrointestinales o la viruela con mayor incidencia en el centro del país: entre 1910 y 1917 la población de Guanajuato cayó de 35 a 13 mil, y la de Zacatecas de 26 a 8 mil. Y luego vino la pandemia de la Influenza Española.
Podríamos suponer que en regiones fronterizas como Nogales no nos fue tan mal debido a la posibilidad de acudir a la nación vecina,  Nogales, Arizona en nuestro caso, a comprar alimentos. Pero Estados Unidos intentaba que México abandonase su política nacionalista sobre la explotación del petróleo, y estableció embargos sobre la exportación de alimentos a México, por lo que poblaciones fronterizas como Nogales, que compraban sus alimentos en Arizona, sufrieron aún más. 

Esas fueron algunas de las razones por las que recientemente han sido revisadas las estadísticas de vidas afectadas en México por la revolución, de un millón a tres y medio millones, como ya vimos en un artículo anterior de esta serie, que puedes consultar aquí.

domingo, 3 de octubre de 2010

Las finanzas durante la revolución mexicana


La época del porfirismo en México correspondió mundialmente con otra de desarrollo tecnológico y de enorme crecimiento en demanda de productos básicos. Estados Unidos aprovechó la circunstancia, y su economía prosperó formidablemente; además, debido a la política de apertura económica de nuestro país, las inversiones estadounidenses en México se incrementaron enormemente, incidiendo en el mejoramiento de la infraestructura del transporte, principalmente ferrocarriles, y en la adquisición de productos básicos mexicanos: terrenos, ganadería, agricultura, etcétera. 

Así fue cómo, mientras que en 1873 teníamos sólo 572 Km de vías férreas, para 1910 contábamos con más de 19,000 Km, que junto con las inversiones en minería de plata, cobre, oro y petróleo, lograron que el producto interno bruto de México casi se triplicara entre 1877 y 1910, y que este último año, el peso mexicano valiera 50 centavos de dólar. Pero Estados Unidos no fue el único inversionista en México: también había capitales ingleses, alemanes, franceses, etc. Todo, acumulándose como deuda externa que tendría que pagarse algún día.

Por otro lado, debido al crecimiento económico porfirista, la economía de México también se convirtió en vulnerable a los altibajos de la economía mundial, como la recesión global de 1907-1908; y además, la distribución de la riqueza se hizo extremadamente desigual en nuestro país: mexicanos y extranjeros extremadamente ricos por un lado, y mexicanos extremadamente pobres. Eso ocasionó el descontento social que provocó la revolución mexicana, tema que ya he cubierto en artículos anteriores de esta serie.

Pero la revolución también necesitó préstamos del exterior. Al porfirismo le seguiría el maderismo, y en 1912 la casa estadounidense Speyer le prestó a Madero $10 millones de dólares pagaderos en un año para cubrir las necesidades inmediatas del gobierno. Para cubrirlos, nuestro país inició el cobro de impuestos por el petróleo, 1.5 centavos por barril exportado. Eso ocasionó la inmediata protesta de las compañías petroleras. 

Un año después, ya durante el gobierno de Huerta, cuando reclamó Speyer su dinero, México logró otro préstamo en Europa por 16 millones de libras para pagarlo, aunque únicamente se suscribieron 6 millones (58.5 millones de pesos) a una tasa real de interés del 8.33%. Al mismo tiempo, entre mayo y agosto de 1914 el peso mexicano caía en su paridad, de 48 a 28 centavos de dólar. México abandonó entonces el patrón oro y canceló los pagos de la deuda al no contar con recursos. Esta medida ocasionó que se secaran los préstamos estadounidenses a México, mientras que Europa, que se encontraba inmersa en la Primera Guerra Mundial, no podía realizar préstamos a nuestro país. Eso por un lado....

Por el otro, los constitucionalistas de Carranza que se oponían a Victoriano Huerta, al no tener acceso a préstamos, estadounidenses o europeos, financiaron su lucha confiscando la producción agrícola y ganadera del Norte del país para venderla a Estados Unidos (la de Nogales, por ejemplo), estableciendo impuestos sobre la producción en territorios que controlaban (de las minas como Cananea o Nacozari), expropiando, así como imprimiendo moneda sin respaldo, los famosos bilimbiques: para septiembre de 1915, los carrancistas habían emitido casi $300 millones de pesos y los villistas $176, lo cual llevó al peso mexicano a valer sólo 4 centavos de dólar a fin de año.


Intentando resolver la inflación, para mayo de 1916 Carranza emitió los llamados “pesos infalsificables” con un valor de 10 centavos de dólar, aunque como el problema no era su falsificación sino su emisión sin fondos, para noviembre éstos tampoco valían nada. Así, la economía nacional cayó en una terrible espiral inflacionaria: por ejemplo, una sola tortilla llegó a valer $20,000 pesos villistas en la región de La Laguna.

Vendría después el crecimiento en la demanda estadounidense por el petróleo mexicano debido a la participación de la nación vecina en la Primera Guerra Mundial, demanda que saltó de 26 millones de barriles en 1914 a 55 millones en 1917. Eso alivió un poco las finanzas mexicanas gracias a los impuestos generados por la producción petrolera: 11 millones de pesos mensuales, la mayor parte de los cuales se iban en sostener al ejército. 

Pero ese alivio no duró, ya que un año después era promulgada la Constitución de 1917 y al conocerse sus artículos que eran fervientemente nacionalistas, éstos provocaron la ira de los productores petroleros, lo que llevó que para mediados de 1918, las finanzas nacionales fuesen terribles: al ejército se le debían meses de sueldos y los policías no recibían su salario. Vino entonces el bandidaje en todo el país, bandidaje que ya no tenía bandera ideológica sino meramente consistía en robar para subsistir, bandidaje que la policía y el ejército no lograban contener.

Y mientras ésto sucedía en la relación entre México y Estados Unidos, además Inglaterra trataba de conservar sus inversiones petroleras mexicanas; Alemania intentaba utilizar a México para abrir un segundo frente ante Estados Unidos para distraer su atención del teatro bélico europeo que era la Primera Guerra Mundial, mientras que Japón, que sostenía afanes expansionistas sobre China, aprovechó la revolución para darle a saber a Estados Unidos que lo mismo que México se encontraba en la esfera hegemónica estadounidense, China lo estaba en la de Japón. Francia, por otro lado, recordando el fiasco del imperio de Maximiliano, optó por no intervenir.

Pasaron esos meses, y al concluir la Guerra Mundial junto con 1918, en Estados Unidos, triunfadora de la guerra y principal potencia mundial, además de contar con un ejército de millones de soldados recién liberados del teatro bélico europeo, afloró entonces una pugna interna multidimensional: demócratas contra republicanos; Woodrow Wilson antiintervencionista contra el congreso y la prensa que abogaban por una en México; el ejecutivo que quería conservar el control de la política exterior estadounidense, contra el congreso que buscaba asumirlo con una invasión a México. Eso forzó un cambio de actores políticos en nuestro país en respuesta a las nuevas circunstancias, y este cambio determinó la suerte futura del gobierno de Carranza.